lunes, 6 de agosto de 2007

Diagnóstico: intolerancia aguda al servicio


Sufro del trastorno de la intolerancia desde hace un año atrás. Y lo que más me admira es que aunque Guayaquil sigue creciendo arquitectónicamente hablando y cambiando su entorno visual, devolviéndole, según el Alcalde, la identidad – que se supone que tiene que ver con las personas que viven en la ciudad – no termina de concienciar respecto al complemento que debe llevar la llamada Perla del Pacífico: la calidad del servicio y la atención.
Mi psicoanalista dice que todo comenzó en mi infancia: Era una pequeña nena que solía ser llevada por mis padres a la iglesia de San Vicente. Ese barrio correspondido a las Peñas, era muy temido a partir de ciertas horas, gracias a los amigos de lo ajeno.
Una tarde de domingo que mi madre esperaba que mi papá comprara canguil de dulce para mí y mis hermanas, un choro le agarró bruscamente el cuello a mi madre y le arranchó una cadenita de oro. Ella gritó desesperadamente, pero los vendedores, los transeúntes y demás testigos, ni se inmutaron. Todos continuaban de lo más tranquilos como si hubieran sido cómplices de tal hecho. Eso me asustó más, que la mano grasienta y asquerosa de ese ladrón que desapareció como “Ninja”, entre la bola de humo que la señora del canguil y la asadora de chuzos, hacían con sus máquinas.
Años más tarde, en mi adolescencia, solía enjuiciar mentalmente a mi madre quien siempre trataba mal a los cajeros de locales o mostradores de cualquier despensa que le vendieran algo. Obviamente, porque no yo atendía lo que el vendedor decía, sino que solo escuchaba las palabras de mi orgullosa madre quien después de terminar fastidiada, se desquitaba con nostras por lo acontecido.
En mi adultez viví la experiencia sentimental de enamorarme de un periodista que viajaba mucho por el Ecuador. Yo nunca había conocido, a más de Salinas, la ruta del Sol, Quito, Ambato y Cuenca, ningún otro pueblo de este país.
Al cruzar la línea de Guayaquil por la ruta del Triunfo, empecé a comprender que del otro lado yacían personas maravillosas, que te reciben con los brazos abiertos, que te sirven con mucho cariño un plato de comida… Por supuesto, esta gente muy pobre no vive loca como en la metrópoli, ya que nada teme perder, pues nada tiene.
Viajando para la sierra u otras costas, la gente cambia. Sus costumbres, su condición de vida, y sobre todo, su orgullo de sentirse dueños de una parte de la cordillera que pasa por esas zonas, los hace olvidar de sus complejos y de sus perspectivas de vida. Ellos en su interior saben que no son pobres… sus conciencias se recuestan en la unión familiar, esa tradición que los hace calentar sus cuerpos de ese frío tremendo, pero junto a los suyos.
Terminada mi relación amorosa, volví a centrarme en mi Guayaquil querida. Tan bella que me la dejó el Alcalde. Tan hermosa que da orgullo. Entonces, un día, tomé un taxi para dirigirme al centro. El conductor me preguntó con gritos: “Donde quiere ir. Muévase que estoy de apuro”…Le indiqué que me deje en Boyacá y Aguirre. El infeliz encendió la radio a todo volumen: reggaeton. Y le dije: “por favor, baje un poco el volumen”…el hijoeputa me dijo que qué me sucedía, que si no me gustaba la música. Le dije que si le iba o no a bajar al volumen. El hombre paró y me dijo: “bájese, porque no me gusta la gente afrentosa”… Me bajé, pero con ganas de asesinar a alguien. La sangre se me bajó a los pies, pero traté de controlarme. Era la hora del almuerzo y me dirigí al famoso “Pollo Gus”. Le dije a la señorita que por favor me diera un pollo entero. A continuación, me dijo que por solo 5 dólares, me daba el combo que tenía otras guarniciones y era más barato. Yo dije que no. Que solo quería el pollo. Ella siguió diciéndome que por qué no tomaba el combo tal, o el combo no sé qué…. Entonces le insistí que no deseaba aquello. Que me de mi pollo porque tenía hambre. Y volvió con otra pregunta sobre: “¿pero se le harán 8 dólares”?....entonces perdí la paciencia y le dije, “oiga señorita, qué ¿usted es sorda o no me oyó?, le dije que no quiero combos, que quiero el pollo y no importa lo que cueste, para eso ustedes ponen los precios en el mostrador, y uno no hace la fila de cojudo, pues ya sabe lo que pagará!!!!!... Entonces se puso molesta y me tiró el recibo. Cabreada yo, hice llamar al supuesto gerente – otro cojudo que solo sabe defender a los payasos de ahí, y jamás a los clientes – Le dije el percance, y el tipo me dijo que comprendía, pero que no debía estar histérica. Cuando usó esa palabra, le dije que podía tener razón respecto a mi actitud, pero y entonces, qué hay de la chica que en vez de vender lo que le están diciendo, se la pasa haciendo veinte preguntas, hace esperar a los demás en esa cola, y por último, se molesta porque uno va a pagar más de lo que dice el combo….no se supone que quieren vender?...entonces???????
Y así pues, podría describir otra colección de historias que tienen que ver con la falta de actitudes positivas ante el servicio que se ofrece en este Puerto Embrujado.
Según fuentes mías, de la Cámara de Turismo, existirá una normativa que regularizará este episodio que atrasa la mentalidad y emprendimiento económico de la ciudad. Se trata del proyecto llamado: Normativa y Certificación de Competencias Laborales: una norma que plantea la capacitación a empleados que trabajen como recepcionistas, vendedores de locales comerciales, meseros, cantinero, entre otros, y que reciben una certificación que califica a cualquier persona, en dichas funciones.
Si esta norma se hace legal, o al menos, los comerciantes exigen este certificado a sus empleados, entonces señores, tendremos asegurado un buen trato en la Perla.
Pero si esto se quedará en sueños, pues déjenme decirles que cada día nacerán psicópatas intolerantes, como yo, que deambulemos por las calles de Guayaquil, y que queramos matar a cuanto imbécil nos desafíe con bochornosas frases desatinadas y tratos desagradables…. La sociedad es la culpable de crearnos así: monstruos, come mierdas, antipáticos, e histéricos…